Nicolás Maquiavelo o Niccolò di
Bernardo dei Machiavelli (1469-1527)
Pertenece a la selecta lista de hombres
que pueden enorgullecerse de haber dado origen, con su nombre propio, a una
nueva palabra del vocabulario. Cierto es que maquiavélico se utiliza
con frecuencia en sentido despectivo, pero también hay que tener en cuenta que
sus numerosos detractores nunca fueron del todo sinceros. El rey de Prusia
Federico II, por ejemplo, llegó a escribir un ensayo en contra de la noción de razón de Estado sostenida por el pensador florentino, pero
luego, en la práctica, aplicó con intensidad el principio del realismo político.
De familia noble aunque no rica,
Maquiavelo recibió una buena educación humanística y fue durante catorce años
secretario de la República Florentina, labrándose una reputación de estadista
que estaría luego en la base de sus obras políticas. En 1512 tuvo que dimitir
tras el regreso de los Médicis
a Florencia (1512), apartado de la actividad política y confinado a una vida
solitaria en el campo, aguardó el cambio de clima político componiendo
comedias, ensayos de historia y de arte militar. En 1520 fue llamado por los
Médicis y reinició una modesta actividad política, aunque este relativo éxito
le valió, en definitiva, una última desilusión: cuando en 1527 se restauró la
República Florentina, el viejo secretario de cancillería, ya próximo a la
muerte, fue de nuevo excluido.
Maquiavelo sin duda es uno de los más
importantes teóricos de la Política del Renacimiento, una época especialmente
fructífera en tentativas de describir los mecanismos que rigen la vida y la
historia de las sociedades humanas. Su obra tuvo una enorme influencia en el
desarrollo del Estado Burgués, se convirtió en el principal inspirador de los
adalides del absolutismo en Europa, fue admirado por los jacobinos franceses y
por los revolucionarios italianos del Risorgimiento, y ha sido nuevamente
valorada su obra en nuestro siglo.
Dentro de sus obras se destacan: El
príncipe (1513), Sobre el arte de la guerra (1521), e Historias Florentinas
(1521-1525).
FRASES Y SENTENCIAS EXTRAÍDAS DE SUS
OBRAS
v A
los hombres se les debe adular o destruir, porque se vengan de las pequeñas
ofensas, ya que de las grandes no pueden; así que la ofensa que se haga a un
hombre debe ser tal que no haya posibilidad de venganza.
v Los
príncipes sabios no sólo deben preocuparse de los escándalos presentes, sino de
los futuros, y tratar de evitarlos por todos los medios; porque si se prevén
con antelación se pueden remediar fácilmente, pero si se espera a tenerlos
encima, la medicina no llega a tiempo, puesto que la enfermedad se ha vuelto
incurable.
v La
guerra no se evita, sino que se demora para ventaja de otros.
v No
hay cosa más difícil de tratar, ni más dudosa de conseguir, ni más peligrosa de
manejar, que hacerse cabecilla de la implantación de un nuevo orden.
v La
naturaleza de los pueblos es inconstante; y es fácil persuadirles de algo, pero
es difícil mantenerlos convencidos. Por eso conviene estar preparado de tal
manera que, cuando dejen de creer, se les pueda hacer creer por la fuerza.
v Puesto
que los hombres caminan casi siempre por caminos trillados por otros y proceden
en sus acciones por imitación, y sin embargo no es posible mantener del todo el
paso de los demás ni alcanzar la virtud de aquellos a quienes se imita, un
hombre prudente debe discurrir siempre por caminos trillados por grandes
hombres e imitar a aquellos que han sobresalido, a fin de que, aun cuando su
virtud no alcance la de ellos, le quede al menos algo de su aroma; y debe hacer
como los arqueros prudentes, quienes, al parecerles el lugar que quieren
alcanzar demasiado lejano y conociendo el límite de la fuerza de su arco, ponen
la mira bastante más alta que el lugar al que apuntan.
v Las
armaduras ajenas o te vienen grandes o te pesan o te oprimen.
v Hay
tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debería vivir, que quien deja lo
que se hace por lo que se debería hacer encuentra antes de su ruina que su
preservación: porque un hombre que quiera hacer en toda profesión de bueno
labrará inevitablemente su ruina entre tantos que no lo son. Por esto, un
príncipe que quiera mantenerse en el poder, es necesario que sea capaz de no
ser bueno, y quien aprenda a actuar de un modo o de otro según le convenga.
v Debe
el príncipe hacerse temer de manera que, si no se gana el amor, cuando menos
evite el odio; porque puede muy bien ser temido y no odiado al mismo tiempo.
v No
puede un señor prudente, ni debe, cumplir su palabra cuando tal cumplimiento se
vuelva en contra suya y hayan desaparecido los motivos que le obligaron a
darla. Y si todos los hombres fuesen buenos, este precepto no lo sería; pero,
puesto que son malos y no cumplirían su palabra contigo, tú no tienes porqué
cumplirla con ellos.
v Debéis,
pues, saber que hay dos modos de combatir: uno observando las leyes morales, el
otro mediante el uso de la fuerza: el primero es propio del hombre, el segundo
de las bestias; pero puesto que el primero muchas veces no basta, conviene
recurrir al segundo. Por lo tanto, a un príncipe le es necesario saber utilizar
a la bestia y al hombre. Estando, pues, un príncipe obligado a utilizar
perfectamente a la bestia, debe elegir de entre ellas al zorro y al león;
porque el león no se defiende de las trampas y el zorro no se defiende de los lobos.
Es, pues, necesario ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a
los lobos. Quienes sólo remedan al león no saben lo que hacen.
v Los
hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos; porque a todos
les es dado ver, pero tocar a pocos. Todos ven lo que pareces, pero pocos perciben lo que eres; y
esos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tiene además
la majestad del estado para defenderlos.
v El
odio se gana tanto mediante las buenas obras como mediante las malas.
v Muchos
consideran que un príncipe sabio debe, cuando tenga ocasión de ellos,
procurarse con astucia alguna enemistad, a fin de que, una vez vencida, resulte
mayor su grandeza.
v Existen
tres clases de inteligencia: una comprende las cosas por sí misma, otra
discierne lo que otros comprenden y la tercera no comprende ni por sí misma ni
por medio de otros; la primera es extraordinaria, la segunda excelente y la
tercera inútil.
v Y
el primer juicio que nos formamos sobre la inteligencia de un señor procede de
la observación de qué hombres tiene a su alrededor; y cuando éstos son
competentes y fieles, siempre se le puede reputar de sabio, porque ha sabido
reconocer su capacidad y mantener los fieles.
v Los
hombres siempre te saldrán malos a no ser que una necesidad los haga buenos.
v Nunca
deberías caer confiando en que ya acudirá alguien a recogerte.
v Los
hombres jamás realizan nada bien salvo por necesidad; pero donde hay demasiada
libertad de elección y licencia para actuar, todo se llena en seguida de confusión
y desorden.
v Los
pueblos aunque sean ignorantes, son capaces de reconocer la verdad.
v Toda
ciudad debe tener cauces por los que el pueblo pueda desahogar su ambición.
v A
los hombres les parece que poseen con seguridad lo que tienen si no siguen
adquiriendo más cosas.
v Un
escultor obtendrá más fácilmente una bella estatua de un mármol no trabajado,
que uno mal modelado por otro.
v Siempre
que se impide a los hombres combatir por necesidad, combaten por ambición, la
cual está tan arraigada en los corazones humanos que nunca, sea cual sea el
grado que alcancen, los abandona. La causa es que la naturaleza ha creado a los
hombres de tal modo que pueden desearlo todo pero no pueden conseguirlo todo,
así que, al ser siempre mayor el deseo que la posibilidad de conseguir, resulta
el descontento por lo que se posee y la insatisfacción que ello proporciona.
v La
peor característica de las repúblicas débiles es ser irresolutas, de tal modo
que toman todas las iniciativas a la fuerza, y si por casualidad consiguen
hacer algo bueno lo hacen porque se ven forzadas a ello y no por prudencia.
v Una
multitud sin cabeza es inútil.
v A
un pueblo licencioso y tumultuoso puede hablarle a un hombre bueno y
reconducirlo fácilmente por el buen camino; a un príncipe malo no hay nadie que
pueda hablarle ni hay más recurso contra él que las armas.
v Se pasa de baja a gran fortuna más con el fraude que con la
fuerza.
v La
causa de la desunión de las repúblicas, las más de las veces, son el ocio y la
paz; la causa de la unión son el miedo y la guerra.
v Afirmo
de nuevo que es muy cierto, como se comprueba por todas las historias, que los
hombres pueden secundar a la fortuna pero no oponerse a ella: pueden tejer sus
pero no romperlas.
v Sería
conveniente, con respecto a los príncipes, no estar tan cerca de ellos como
para que su caída te afecte, ni tan lejos como para que cuando caigan no estés
a tiempo de alzarte sobre sus ruinas.
v La
malicia no la doma el paso del tiempo ni aplacan los beneficios.
v Los
hombres son lentos cuando creen disponer de tiempo y rápidos cuando la
necesidad los apremia.
v Un
hombre acostumbrado a proceder de un modo determinado no cambia jamás; y es
inevitable que se hunda cuando los tiempos cambian y ya no se ajustan a aquel
modo suyo de proceder. Y que no podemos cambiar se debe a dos causas: una, que
no nos podemos oponer a la inclinación de nuestra naturaleza; la otra, que al
haber uno prosperado bastante con un modo determinado de proceder, no es
posible hacerle creer que puede serle ventajoso proceder de otro modo; de donde
se desprende que en un hombre la fortuna cambia porque los tiempos cambian y él
no cambia sus modos de proceder.
v Incluso
perdiendo se debe querer alcanzar la gloria.
v Quien
examine los pueblos que en nuestra época han sido considerados propensos al
robo y a pecados parecidos verá que todo se debía a quienes les gobernaban, que
eran de naturaleza parecida.
v No
son los títulos los que hacen ilustres a los hombres, sino los hombres a los
títulos.
v Los
hombres arrojados e indisciplinados son mucho más débiles que los tímidos y
disciplinados, porque la disciplina aleja de los hombres el temor, la
indisciplina disminuye el arrojo.
v La
batalla no se puede eludir cuando el enemigo la quiere librar de todo en todo.
v El
mejor remedio que exista contra una decisión del enemigo es hacer
voluntariamente lo que el enemigo decide que tú hagas a la fuerza; porque, al
hacerlo voluntariamente, tú lo haces con orden y para ventaja tuya y desventaja
suya; si lo hicieses forzado, sería tu ruina.
v La
gente indisciplinada teme a la gente disciplinada.
v En
la guerra puede más la disciplina que la violencia.
v Los
hombres, las armas, el dinero y el pan son el nervio de la guerra; pero de
estos cuatro elementos lo más necesarios son los dos primeros, porque los
hombres y las armas encuentran el dinero y el pan, pero el pan y el dinero no
encuentran a los hombres y las armas.
v Las
cosas que causan temor más por la apariencia que por la sustancia dan mucho más
miedo de lejos que de cerca.
v Los
hombres no permanecen jamás en situaciones difíciles salvo que alguna necesidad
les obligue a ello.
v Al
querer el pueblo vivir según las leyes y los poderosos imponerse a éstas, no es
posible que vayan de acuerdo.
v Nunca
fue decisión prudente hacer desesperar a los hombres, porque quien no espera el
bien no teme el mal.
v Muchas
veces se ha visto a muchos ser vencidos por unos pocos.
v A
menudo sucede que si reaccionas demasiado tarde, pierdes la ocasión, y si
demasiado pronto, no has hecho suficiente acopio de fuerzas.
v Sólo
pueden asegurar su señoría los señores que tienen pocos enemigos, a los que les
es fácil destruir con la muerte o con el exilio; pero en el odio generalizado
nunca hay seguridad alguna, porque no se sabe por dónde surgirá el mal, y quien
a todos teme no puede defender su persona, y quien no obstante intenta hacerlo
aumenta los peligros, porque los que quedan se inflaman más en su odio y están
más dispuestos a la venganza.
v El
momento nunca es enteramente propicio para hacer algo, de modo que, quien espera
todas las condiciones ventajosas, o no intenta jamás nada o , si lo intenta, lo
hace las más de las veces en perjuicio propio.
v La
fortuna es más amiga de quien ataca que de quien se defiende.
v Los
hombres jamás se sienten satisfechos, y una vez conseguida una cosa, no están
contentos con ella, sino que desean otra.
v A
los hombres les mueve más la esperanza de ganar que el temor de perder.
v Suelen
los países muchas veces, en sus múltiples vicisitudes, pasar del orden al
desorden y luego de nuevo del desorden al orden.
v No
habiéndole concedido la naturaleza a las cosas de este mundo el poder
detenerse, cuando éstas llegan a su máxima perfección y no tienen ya
posibilidad de subir más alto, es menester que bajen; del mismo modo, una vez
han llegado a lo más bajo a causa de los desordenes, no pudiendo ya bajar más,
es menester que suban: así, siempre se desciende del bien al mal y se sube del
mal al bien. Porque la virtud suscita tranquilidad, la tranquilidad ocio, el
ocio desorden, el desorden ruina; del mismo modo, de la ruina nace el orden, el
orden la virtud, y de ésta, gloria y buena fortuna.
v Tardar
mucho la multitud en estar dispuesta al mal, pero cuando lo está, cualquier
pequeño incidente la empuja a él.
v Quien
ofende injustamente da motivo a los demás de estar ofendidos con razón.
v Quien
rompa la paz espere la guerra.
v El
mal uso de la libertad ofende a la misma libertad y a los demás.
v toda
ciudad, todo estado, debe considerar enemigos a todos aquellos que pueden
esperar poderlos ocupar.
v Los
hombres no pueden y no deben ser fieles siervos de aquel señor que no sea capaz
de defenderlos no castigarlos.
v La
fortuna no cambia su dictamen mientras no se altera el orden de las cosas; ni
los cielos quieren o pueden sostener algo que se empeñe en venirse abajo de
todos modos.
v Es
más fácil aprender a obedecer que a mandar.
v Una
multitud sin cabeza nunca causa daño, y si lo causa es fácil reprimirla.
v El
deber de un buen capitán es ser el primero en montar y el último en desmontar.
v Dios
ama a los hombres fuertes, porque es evidente que siempre castiga a los débiles
junto con los poderosos.
v En
este mundo es cosa de suma importancia conocerse a sí mismo y saber medir las
fuerzas del ánimo y del propio estado, y quien se sabe incapaz para la guerra
debe ingeniárselas para poder reinar con las artes de la paz.
v Si,
siendo unos pigmeos, atacamos a unos gigantes, para nosotros la victoria será
mucho más gloriosa que para ellos; si para ellos, en efecto, el combate ya es
de por sí vergonzoso, mucho más vergonzosa será la derrota.
v Quien
renuncia a sus comodidades por las comodidades de otros, pierde las suyas y los
otros no le estarán agradecidos.
v Quien
es tenido por sabio de día jamás será tenido por loco de noche; cuando uno es
reputado de hombre de bien, y de valía, lo que hace para desahogar su ánimo y
para alegrarse la vida le supone honor y no perjuicio, y en lugar de ser
llamado embaucador y putero, dice que es amigo de todo el mundo, cordial y buen
compañero.
v Los
pueblos son volubles y necios; sin embargo, aunque están hecho así, aciertan
muchas veces cuando dicen lo que debería hacerse.
v No
hay que querer lucrarse demasiado pronto, a fin de que no nos ocurra como
aquellos animosos mercaderes que, por querer enriquecerse en un año, se
empobrecen en seis meses.
v A
menudo la desesperación encuentra remedios que la libertad de elección no ha
sabido encontrar.
v El
buen ciudadano debe poner remedio a las adversidades de los hombres y ayudarles
en su bienestar.
v Ni
en la guerra resulta glorioso ese tipo de engaño que lleva a romper la palabra
dada y los pactos suscritos.
v Es
detestable usar del fraude en toda acción.
v La
firme decisión demuestra que la fortuna no tiene ningún poder sobre ella.
v Una
guerra es justa cuando es necesaria.
v Es
preciso que los jueces sean muchos, porque los pocos siempre obran como tales.
v En
los fallos debe usarse humanidad, discreción y misericordia.
v Hay
que tener en poca estima vivir en una ciudad en la que pueden menos las leyes
que los hombres.
v En
un gobierno bien instituido las leyes se ordenan de acuerdo con el bien
público, no de acuerdo con la ambición de unos pocos.
v La
ley no debe retroceder a las cosas pasadas, sino mirar por las futuras.
v El
reformador de las leyes debe obrar con prudencia, justicia e integridad, y
comportarse de manera que su reforma conlleve el bien, la salud, la paz, la
justicia y la vida ordenada de los pueblos.
v Merecen
ser libres quienes se dedican a las buenas obras y no a las malas, porque el
mal uso de la libertad ofende a uno mismo y a los demás.
v En
la conducta debe mostrarse una gran modestia. Nunca hay que obrar o hablar de
modo que desagrade; hay que ser respetuoso con las mayores, modesto con los
iguales y agradable con los inferiores, cosas todas ellas que te hacen ser
amado por toda la ciudad.
v El
hombre virtuoso y conocedor del mundo se alegra menos del bien y se entristece
menos con el mal.
FUENTES:
Maquiavelo, N. (1995). Pensamientos y Sentencias
extraídos de las obras del gran ideólogo florentino del Renacimiento por
Miravitlles Francesc. Barcelona: Peninsula.
Oceano.
(2007). Atlas Universal de Filosofía. Barcelona: Oceano.
Los Medici o Médicis fue una poderosa e
influyente familia de Florencia. Aportaron tres
papas, León X, Clemente VII y León XI, numerosos
dirigentes florentinos y miembros de
la familia real de Francia e Inglaterra. También
ayudaron al despegue del Renacimiento ejerciendo
abundantemente el mecenazgo, es decir, patrocinando desinteresadamente a los
artistas que eran de su agrado. De origen modesto —la raíz del apellido es
incierta, reflejando posiblemente la profesión de “médico”—, el poderío inicial
de la familia surgió de la banca. El Banco
Medici fue uno de los más prósperos y respetados en Europa. Con esta base,
adquirieron poder político inicialmente en Florencia, donde aparecen ocupando
el cargo de "gonfaloniero" o jefe de la ciudad desde el siglo XVI, y
luego en toda Italia y el resto del
continente europeo. Juan de Médici, primer
banquero de la familia, comenzó la influencia del linaje sobre el
gobierno florentino, pero los Medici se convirtieron en cabeza oficiosa de la
república en 1434, cuando su hijo
mayor Cosme de Médici toma el título
de «Gran Maestro» la rama principal de la familia —formada por los
descendientes de Cósimo— rigieron los destinos de Florencia hasta el asesinato
de Alejandro de Médicis, primer duque
de Florencia, en 1537. El poder pasa
luego a la rama menor de los Medici —a los descendientes de Lorenzo de Médici— hijo menor de
Giovanni di Bicci, comenzando con su tataranieto, Cosme I el Grande. La escalada de
los Medici al poder fue relatada en detalle en la crónica de Benedetto Dei (Fuente:
http://es.wikipedia.org/wiki/M%C3%A9dici).